Amor semita

Mi abuela me explicó una vez de un modo muy claro el porqué del odio social hacia los judíos. Me dijo que todo procedía del hecho de que habían sido ellos quienes asesinaron a Jesucristo. Después de eso, mi madre hizo un importante apunte: «Y lo de que siempre hayan manejado importantes cantidades de pasta y poder también tiene algo que ver». Con el tiempo, me percaté de que tanto una como otra me habían abierto las puertas a un asunto jodidamente complicado que se manifestaría a lo largo de mi vida en diferentes ámbitos.

Casualmente o no, este asunto del colectivo judío es algo muy recurrente en el cine de algunos de mis cineastas preferidos. El modo en que Woody Allen pone de manifiesto su visión de la cultura judía y su manera de experimentarla puebla un importante número de los títulos que componen su filmografía. Parodiar al judío para reivindicar, de un modo u otro, la importancia de esta cultura en nuestro mundo no deja de ser una causa justa. Y Woody Allen es un verdadero maestro de la comedia, así es que en este sentido puede decirse que nadie mejor que él para mostrarnos otra cara del prisma. Bueno, lo de nadie mejor que él es algo atrevido.

rabinoDigamos que cada uno con su estilo y su percepción, hay cineastas que han conseguido muy ingeniosamente contarnos cómo se ve este colectivo desde cerca. No necesariamente desde una perspectiva de practicantes ortodoxos, a menudo ahí reside la gracia. En no mojarse demasiado o en mojarse del todo, pero siempre con una mirada cargada de ironía y cinismo.

Siendo así, y teniendo en cuenta que determinadas circunstancias me han obligado de un modo u otro a posar mi atención sobre el cine de los hermanos Coen, he tenido el gusto de apreciar cómo son los personajes judíos que aparecen en sus tramas, comprobando, con un gusto desmedido, lo pulidos que están y lo bien que encajan en sus historias.

Partiendo de la base de que el estilo de los hermanos Coen conlleva una serie de motivos y de parámetros poco cuantificables pero artísticamente muy poderosos, nos encontramos una serie de tramas perfectamente pulidas donde los personajes se caracterizan por ser un tanto peculiares. Lo grotesco, lo cómico, la acidez y el humor negro pueblan cada una de las historias que estos dos directores (de ascendencia judía, por cierto) dibujan el contorno de unos caracteres que están siempre perdidos, a veces con más pesadumbre y a veces con más entereza.

El judío en el cine de los Coen es una expresión grotesca. Es algo que pude afirmar con rotundidad tras ver Un tipo serio, un filme que trata de una manera relativamente indirecta pero igualmente clara el asunto de la cultura sionista. En cambio, y aunque en parte esto carezca de lógica, no quiero hablar de los personajes de esa película por evidentes que sean los rasgos del colectivo judío en ella.

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Me interesa más tratar a un personaje en concreto de su filmografía. Principalmente porque éste me inspira irrisión y compasión a partes iguales (y porque tengo tan vista la película que perfectamente podría hablar de ella durante días). El maravilloso Walter Shoback viene a ser un contraluz en El gran Lebowski. El amigo de El Nota, el perfecto opuesto a éste, siempre tan preocupado por Vietnam, por el cumplimiento de la Constitución y, por supuesto, por la rigurosa ejecución de sus prácticas religiosas. Éstas son mostradas de un modo diferente para evidenciar sus dificultades de adaptación al mundo en el que vive.

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El conflicto vietnamita lo convierte en un veterano facistoide que ama la disciplina y la ley, capaz de llegar incluso a vulnerarla con tal de velar por su cumplimiento. Tal absurdo y grotesco se pone de manifiesto en esa parte de la película en la que, en plena partida de bolos, apunta con una pistola a un jugador para hacerle ver que se ha pasado de la raya al lanzar la bola. Así pues, la puesta en marcha de situaciones que esclarecen este sinsentido, nos llevan a plantearnos también una paradoja, dado que este judío ortodoxo hasta decir basta llega a hacer una especie de apología del holocausto al espetarle a El Nota la siguiente reflexión a colación del nihilismo que le caracteriza: «Puedes decir lo que quieras sobre el nacional-socialismo, pero por lo menos tenía una doctrina». Esto nos lleva a pensar que, por más que su nacionalismo exaltado rechace el genocidio por razones más que obvias, respeta cualquier tipo de doctrina que conlleve un orden y un cumplimiento adecuado de las reglas.

A medida que avanza la película, vemos cómo una de sus principales preocupaciones es el shabbat. Tanto es así que en un determinado momento, cuando Donny anuncia que la partida de bolos tendrá lugar un sábado, Walter se niega porque es su día de descanso judío, y no trabaja. Ese día no conduce, no se monta en un coche, no maneja dinero, no enciende el horno y, desde luego, no juega a los bolos. El orden de prioridades de Walter es, asimismo, bastante pintoresco dado que los bolos son una de las escasas actividades que equilibran su vida. De este modo, los Coen se están burlando de una devoción que ellos mismos no comparten. Según unas declaraciones de Joel, su abuelo era un judío muy ortodoxo que no conducía su coche durante el shabbat. Según el cineasta, él encontraba extraño que no quisiera encender la cocina, ya que no le parecía una actividad con la que nadie pudiese herniar.

Los Coen convierten en motivo de burla lo que consideran anacronismos de su religión, sus reglamentos más arcaicos, algo que ponen muy en relieve con el personaje de Walter. Éste sigue aplicando los preceptos de antes al mundo actual, que ha cambiado aunque él se niegue a aceptarlo. Su sistema de valores está obsoleto, y si no fuese visto como un nostálgico resultaría absolutamente patético. En cualquier caso, lo que sí pone en relieve  el personaje de Walter es la irrisión. Se trata de alguien que va en busca de su identidad, que cree haber encontrado en todo ese sistema de leyes. Pero por más que le desagrade, no consigue encontrar su lugar en el mundo.

La pertenencia por herencia a un colectivo religioso cuyo dogma no comparten del todo, al menos no estrictamente, lleva a los hermanos Coen a confeccionar un modelo de personaje basado en el ridículo que supone el cumplimiento riguroso de la doctrina judía. Con cariño y suspicacia, trazan un modelo de personaje al que no podemos odiar por fastidioso que resulte a lo largo de la trama. Walter es el claro ejemplo de ello. Nadie puede odiar a Walter sin antes compadecerse de él y entender que pocas cosas le quedan vivas al margen de la bolera y de sus amigos. El judío en este tipo de cine no deja de ser alguien adorable. A ratos víctima y a ratos verdugo, pero generalmente un buen tipo.

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Desde luego, lo que es innegable es que nadie ha tenido jamás tanta gracia en una escena tan oscura como la de un entierro. En pleno requiem prosaico sacar a relucir la Guerra de Vietman no puede ser sino un síntoma de que quizás a menudo la felicidad consista en crearse un universo ficticio que responda en la menor medida posible a la realidad. Asimismo, Walter, yo te quiero, y profeso un amor desmedido por cualquier material en que intervenga alguien que se parezca, aunque sea, un poco a ti.

Estefanía Ramos